Desde que aquella enfermera rubia lo retiró de la Selección argentina para siempre, la vida de Diego Maradona se había convertido en un calvario, al punto de que se codeó varias veces con la muerte hasta que su corazón le dijo basta el 25 de noviembre del año pasado en un barrio cerrado de Tigre.
Desde que la pelota pasó a un segundo plano en la vida del jugador más grande de la historia también el negocio de los medios estuvo enfocado en su privacidad, sus peleas familiares, sus hijos de acá y de allá y su lucha contra las adicciones.
Nunca se lo consideró como a un enfermo que necesitaba ayuda, un hombre profundamente deprimido y que solo se refugiaba en el alcohol y las drogas para sobrellevar un miedo grande a ser olvidado. La presión de cargar sobre sus espaldas «la insoportable responsabilidad de trabajar de Dios», como alguna vez escribió sabiamente Eduardo Galeano.
Desde que tuvo su triste y solitario final, sin asistencia médica y lejos de sus afectos y su familia, a Maradona no lo han dejado descansar en paz. Las miserias de su familia, las internas entre los abogados por la herencia y la actuación de un médico como Leopoldo Luque quien, sin experiencia alguna, tuvo en sus manos la vida de uno de los personajes más importantes de la Argentina y el mundo y la dejó escapar.
Luque y toda la caterva de irresponsables que lo fueron colocando cara a cara con la muerte nunca entendieron quién era Maradona, qué significaba y significa para el pueblo argentino y el mundo. Por impericia y por negligencia, le firmaron la pena de muerte, en una muerte llena de pena.
Como pasaba mientras vivía, después de aquella triste mañana en el barrio de Tigre todos quisieron sacar su tajada del fenómeno Maradona. Lo que en un primer momento fue un homenaje sentido al futbolista que más alegrías le dio a un pueblo, se fue convirtiendo en una vidriera de miserias en las que todo el mundo quedó autorizado a decir lo que se le ocurriese sin que el astro pudiera defenderse.
La aparición pública en las últimas horas de su «novia» cubana volvió a poner en superficie la etapa más triste de Diego, la de su adicción a las drogas, la de sus excesos con el alcohol, a pesar de que su exilio en una clínica de rehabilitación en la isla había sido para desintoxicarse.
Los que tuvimos la posibilidad de seguir de cerca la vida de Maradona, la gloriosa y la amarga, también sabemos que, salvo aquella sobredosis en Punta de Este, en Cuba fue donde más cerca estuvo de la muerte, cuando en su segunda tapa en la isla, en las inmediaciones de Holguin se la pegó de frente contra un colectivo y se salvó de milagro. Por eso quedó rengo para siempre, porque sus rodillas le dijeron basta.
Ese mismo Maradona, incapaz de sortear sus propios fantasmas, aparece ahora otra vez como un demonio por las declaraciones de su novia cubana. «No le podía decir que no», contó la chica (que en los tiempos en los que conoció a Diego tenía 16 años) para justificar que también cayó en las adicciones.
¿Se puede revolver tanta miseria por un clic o un punto de rating? La respuesta, lamentablemente, es sí. Y algo más certero todavía: a Diego siempre lo usaron para eso, nunca les importó si estaba solo, triste o deprimido. O que se pudiese morir en un catre de Tigre.
Lo concreto es que todo lo que hoy se vende como novedades o revelaciones de la vida de Maradona es la misma basura que los mismos medios escondieron debajo de la alfombra porque no les convenía tenerlo de enemigo. Los mismos que exaltaron su deidad, su condición de fuera de serie, su estampa única e irrepetible.
Los mismos que hasta hace unos pocos días llenaban los programas de la tarde afirmando que ellos los cuidaban «bien» y terminaron siendo los que le marcaban a las cubanas para las fiestas donde circulaba el alcohol y la droga y era habitual la prostitución.
Hagamos un ejercicio saludable: dejemos de una buena vez descansar en paz a Maradona.